Un mes de Antártida (parte 1)

Enero y febrero en Chile significan verano, sol, playa y vacaciones. Son los meses que más se disfruta del buen clima, porque luego se viene al aburrido marzo, que resulta en puras obligaciones, pago de cuentas… y más obligaciones.

Febrero para mí fue distinto. Cambié el sol, la playa y las vacaciones por el frío, la nieve y el trabajo. Un mes en la Antártida, el continente más seco y despoblado del mundo. El sitio paradigmático de las respuestas científicas, pero también de las filosóficas.

La aventura se llevó a cabo en el buque Aquíles de la Armada de Chile. Nos embarcamos en la ciudad de Punta Arenas un viernes 20 de enero para adentrarnos en los fiordos, el verdor y luego en las gélidas aguas que acuchillarían a los 4 minutos a cualquiera. Nadie va a sobrevivir si cae al agua, ya se advierte mucho, y desde un comienzo, en el buque.

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Una de las primeras imágenes que capté del buque Aquíles de la Armada de Chile. Copyright Natalia Messer

Pero para ser sincera el agua llama. Es como cuando lo peligroso seduce, aunque sabes que no debes ir más allá, sin embargo te guiñe un ojo. La travesía se torna, a ratos, un tanto monótona. ¿Qué hago aquí?, ¿podré aguantar todo el viaje?, ¿me voy a marear? Esas son preguntas un tanto típicas durante el viaje. Me las hago casi siempre durante la noche, mientras las aguas mecen al buque.

La temperatura comienza a bajar. De la casaca de cuero a la chaqueta térmica, el gorro y los guantes. Se avistan también paisajes increíbles, sacados de  revistas de naturaleza, cada vez que el buque se aleja del continente sudamericano y se adentra al extremo más austral del mundo. Las preguntas, entonces, vuelven a mi cabeza. ¿Estoy viviendo esta experiencia?, sí. Es como un choque con la realidad. Es tener conciencia de quién eres.

Pero el desafío no pasa solamente con el frío. Durante un mes habrá que saber convivir con gente que nunca antes viste. Es un desafío para el autocontrol. Y a ratos, todos nos encontramos con un poco de estrés. Algunos nos caemos bien, algunos nos caemos mal. Es inevitable y ni los pingüínos, el mar lleno de hielo y el cielo que vomita colores mezclados pueden interferir en ello.

Sin embargo, convivimos igual. Tenemos que tratar de evitar los motines. En el fondo no queremos dar vuelta el buque, porque la vida vale más que el regaño, la queja y los mareos que nos regala el Paso de Drake.

La comida merece un gran espacio. Siendo honesta, no es tan sabrosa, pero lo bueno es que no escasea. Se subsiste con el pan tostado y el té con canela. Para mí, las sopas nunca fueron tan sabrosas como en esta ocasión. También hay días especiales. Los viernes son de lasagna, bistec a lo pobre, hamburguesas y completos. Los martes, en cambio, el rancho de la Armada de Chile ya es tradicional: empanadas, cazuela de pollo o vacuno y de postre el mote con huesillos (un refresco tradicional chileno).

El alcohol tampoco escasea. Algunos sacan sus botellas de whisky y otros se abastecen con cerveza y vino que se vende en el bar del buque. Cada noche hay ambiente bohemio. Algunos marinos y civiles comparten una copa de vino, mientras otros cantan a desafinados gritos canciones de Eros Ramazzotti. Todos sonríen y parece el momento favorito de muchos, sobre todo de algunos hombres, que esperan acercarse a alguna una mujer para poder bailar.

El baile también está presente. Durante la travesía hay clases de salsa. Una buena idea para aquellos que quieren de alguna forma matar el tiempo, mientras el buque se encuentra en plena navegación.

Mi interés, en tanto, va por grabar imágenes en mi cabeza, porque sé que probablemente nunca más vuelva a la Antártida. Entonces, me mantengo siempre expectante al momento de pisar tierra. No me importa que para bajar del buque haya que salir por una escalera de gato que se mueve de un lado a otro. Tampoco me importa el frío de navajas que impacta en las orejas, dejándome casi sorda. ¿Qué importa en la Antártida? Ya estás ahí, lejos, cerca, moviéndote, viendo una parte del continente que ya casi no se ve.

3. Bienvenida Antártica Copyright Natalia Messer
No me importa tener que bajar por una escalera de gato para poder pisar tierra.

Cuando pisas la tierra te sientes liberado. Saliste del encierro y ahora puedes recorrer ese lugar indómito y que en un pasado, hace más de 80 millones de años, fue verde, aunque suene descabellado (en este reportaje que preparé hablo del pasado verde de la Antártida http://www.revistanos.cl/2017/03/rodeada-de-arboles-y-dinosaurios-la-desconocida-e-inimaginable-antartida-verde/).

¡Uy las pisadas! Me cuesta caminar rápido, como suele ser mi paso, porque los zapatos que tengo son a prueba de agua, entonces son gigantes, como del porte del buque Aquíles. Siento que tengo como 3 kilos extras y más la ropa, que tiene tres capas…Se vuelve imposible ser muy ágil. Pero no importa, me repito a mí misma, porque estoy en la Antártida.

La Antártida me recibe por primera vez en la Isla Rey Jorge. Estoy en la base Escudero, luego me acerco a la estación rusa Bellingshausen y visito una iglesia ortodoxa rusa que tiene su propio sacerdote (para saber más de la historia de la iglesia leer mi artículo online http://www.bbc.com/mundo/noticias-internacional-39132688).

Palladiv exterior Copyright Natalia Messer
Palladium, el sacerdote ortodoxo ruso de la iglesia en la base Bellingshausen. Copyright Natalia Messer. 

Entonces converso con Palladium, así se llama el religioso, un hombre simpático, ruso, y que dice practicar una vida ascética. Me siento un poco mal cuando comenta que hay que evitar las fiestas, los bares y las discotecas. Mi hogar temporal, el buque Aquíles, posee una disco-bar ambulante que tiene bochinche casi todos los días. Pido perdón.

Palladium me llena de regalos. Me da una manzana y un durazno, también un libro con frases que explican los principios del cristianismo ortodoxo y dos pequeños cuadros de madera con reproducciones religiosas del pintor ruso Andréi Rubliov.

Dejo por un rato esta zona habitada por chilenos, rusos e incluso chinos (hay una estación china en las cercanías). Me veo feliz porque conozco allí gente muy agradable, como por ejemplo las personas de Villa Las Estrellas. Todos están ahí por algún motivo importante. Yo también siento que lo estoy….

Nos dirigimos un poco más al sur. A lo lejos ya se avista la base científica Yelcho. Está llena de pingüínos y de gente joven que trabaja en pos de la investigación. Me avisan que soy una de las elegidas para bajar a esa estación. Me preparo. Y todo de nuevo: los zapatos gigantes, los guantes, el gorro, la grabadora y la cámara.

Continuará.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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