El título lo dice todo. Los títulos deben decirlo todo en el periodismo. Sin embargo, quisiera profundizar en los detalles, porque esta historia se transformó en ese tipo de anécdotas que siempre termino contando, después de una larga conversación.
Febrero de 2014, domingo, Berlín, barrio Alt-moabit, calle Gotzkowsky. En una luminosa habitación me encontraba planeando mi típica excursión de fin de semana. ¿Qué podría hacer un domingo en Alemania? Las opciones eran muchas, pero la decisión se tenía que centrar en un solo lugar. Al otro día había que estar muy temprano en la redacción de la Deutsche Welle, cumpliendo con el deber reporteril.
Cuando Sachsenhausen apareció en el mapa lo dudé un poco. No quedaba tan cerca de mi dirección y el lugar estaba cargado de emociones fuertes. Es que visitar un campo de concentración, que hoy es museo, y donde murieron más de 30 mil personas, no parece del todo fácil.
Pero me decidí finalmente y comencé a arreglarme. Tomé lo necesario: cámara, pañuelos, agua y billetera. Ya estaba emocionada para entonces. Qué mejor que conocer el campo para entender y vivir un poco más de cerca lo dramático y lo mal que nos hacen las guerras. Con determinación llegué al Hauptbahnhof y allí compré mi ticket destino a Sachsenhausen.
El tren demoró más de lo previsto, pero los paisajes no me aburrían. Eran extasiantes y aún recuerdo el amarillo de las flores que cubrian grandes extensiones de tierra. La producción a gran escala, las máquinas, el ingenio alemán. Todo estaba resumido en una imagen, como recién salida de un taller de pintura.
Imaginé el horror
Cuando llegué al poblado de Oranienburg supe que estaba más cerca que nunca. La Todesmarsch (la marcha de la muerte) se iniciaba. El día estaba soleado y corría una brisa fresca. Mi caminar era lento. No quería perderme de nada. Por eso miraba con fijación las casas, las personas y alguno que otro animal que se asomaba por la ventana de las ordenadas viviendas. Había algo de tristeza y melancolía en ese barrio. Y claro, a pocos metros se encontraba un ex centro de exterminio nazi, que luego paso a manos de los soviéticos, para cuando los alemanes ya perdían la II Guerra Mundial.

No sé si fue sugestión, pero la bienvenida a Sachsenhausen estuvo cargada de emociones. Principalmente sentí pena y un peso sobre mis hombres que aún no logro explicar. Y si pudiera gráficar la sensación, sería como cargar un saco de harina en la espalda.
Luego vino la garganta. Se apretó. Me costaba tragar la saliva. Un grueso nudo se instaló allí y no había forma de arrancarlo. Y aunque tragué grandes bocanadas de aire frío, no hubo caso. Fue incluso peor. La garganta estaba colapsada.
A pesar de estos síntomas tuve que hacer el recorrido por el campo. Una retorcida bienvenida me dejó pensativa. ,,Arbeit macht frei» (en castellano «el trabajo los hará libre») decía la puerta de entrada. Se vino a mi cabeza toda la historia de la guerra, el plan nazi, los aliados, y lo peor, la muerte.

Logré imaginar ese paisaje repleto de personas, trabajando duro, con la esperanza de salir de ahí, vivos, casi intactos. El canto de los pájaros se confundió con los balazos que escuché en la zona de ajusticiamientos. El peor lugar y donde me sentí más apesadumbrada.

Luego vinieron los pabellones: fríos, oscuros y tenebrosos. Un verdadero laberinto, de donde cuesta salir. La zona de duchas me dejó petrificada. En el pasado los imaginé a todos amontonados, como animales, mirando por esas escasas y pequeñas ventanas los haces de luces.
Mis fotos no fueron tan buenas. La cámara la dejé automática, porque a esas alturas no quería mirar los botones y ajustes. Estaba en un lugar que fue construido por los nazis en 1936 y donde se exterminó a opositores políticos, judíos, gitanos, homosexuales y posteriormente también a los mismos nazis y cercanos al III Reich.
Ya es tarde
Para recorrer el campo de Sachsenhausen y el museo se necesita, mínimo, de dos horas. Es más que un recorrido; es una experiencia, y por eso hay que organizarse bien para conocerlo. También hay que estar preparado. No lo recomiendo a personas con depresión o que pasan por un cuadro de angustia. Yo, que me considero fuerte, tuve que enfrentarme a la pena repentina, la cual no llamé. Se apareció sola y costó que se fuera.

Además, para cuando me quise ir, vino lo peor. Antes de dejar el campo noté la escases de turistas, pero eso no me alarmó. Estuve por más de dos horas recorriendo el lugar y cuando vi el reloj, o sea las 7 de la tarde, me di cuenta de que era prudente regresar a casa. El tren iba a demorar y tenía que dejar todo preparado para el lunes.
Entonces guardé mi cámara en la mochila y me dirigí a la puerta de salida. Apuré el paso y me encontré con la entrada principal. Un muro de cemento y una reja bastante alta, de aproximadamente tres metros. Bien, ya casi salgo de aquí, me dije. Pero no. Estaba equivocada. No iba a salir tan fácil.
La puerta estaba cerrada. Con llave. No se abría, aunque forcejeé bastante. Me puse nerviosa. La cara la sentía a punto de ebullición. Miraba a mi alrederor, buscando a alguien, pero estaba todo solitario. Me acerqué al museo central, desde donde se pueden conseguir audífonos que van contando toda la historia de Sachsenhausen. Estaba cerrado. Comencé a gritar: Hallo, Hallo, Hallo! No hubo resultado.
La desesperación aumentaba. Caminaba a un lado, solitario; caminado por otro lado, más solitario. Estaba abandonada en el campo de concentración Sachsenhausen, solo yo y mi mochila. ¿Qué podía ser peor?
Escapar, mejor que quedarse
Estaba oscureciendo. Habían pasado 10 minutos y no encontraba a ninguna persona a mi alrededor. No entendía cómo era posible que no hubiese algún cuidador o persona a cargo. Todavía me lo cuestiono y no sé si fue una broma del destino o mi mala suerte. Y aunque suene increíble no había nadie en ese momento. Era yo, el campo y esas vibras tristes que me atacaban el alma.

No quería pasar la noche allí. Me pasé por la cabeza todo tipo de ideas. ¿Qué les diría a las personas si pernoctaba en una pabellón y me encontrasen al otro día?, ¿me irían a creer o me verían como una demente? Probablemente no me creerían. Por eso tenía que salir de ahí, como fuese. La única forma de salir era escalar y saltar el muro. El problema: era alto para mí, de concreto, además me podía quebrar una pierna. Un detalle que no podía evitar: andaba con falda de mezclilla y pantys. Mala combinación, al menos para el momento.
No quedó otra. Tenía y tuve que saltar el muro. Me alejé del muro y como si fuese a practicar lanzamiento de bala lancé mi mochila al otro extremo ¿Mi cámara? La había sacado y la colgué en mi cuello. No la quería romper.
Luego me acomodé y escalé sobre una especie de casita pequeña, para resguardar herramientas. Como el techo de esta casita quedaba más cerca del borde del muro lo pude alcanzar. Así, y para no caer tan fuerte, estiré mis brazos al máximo. No quería sufrir una fractura. Me mantuve un rato con los brazos acalambrados porque tenía dudas de saltar. Pero había que hacerlo. Entonces me atreví, dí un pequeño impulso y caí al suelo. Reboté bien y el trasero amortiguó la caída. Salí ilesa, aunque mis pantys no lo hicieron. Quedaron deshechas. Un pequeño raspillón quedó también como una marca provisoria de la aventura.
Luego tomé mi mochila y partí. Quería correr, entonces lo hice. La brisa nunca la sentí tan fresca. Fue un viento de libertad. Giré la cabeza hacia el campo, entonces supe que probablemente nunca más volvería.-
Increíble experiencia. Me atrapó la narrativa y pude entender perfectamente cómo te sentías atrapada en ese paranoíco lugar, algo así me sucedió en el desierto de San Luis, México. A tres horas de camino del pueblo más cercano perdí el rumbo. En ese lugar, el viento deshace los caminos de tierra; son polvo suelto, y al igual que tu historia, ya casi oscurecía. Estába dentro de un caserío, que ese día todos, TODOS, estában celebrando la fiesta del pueblo ese, del que estába a tres horas de mí. Un poco atemorizada, con miedo y resignaciòn, me sentè en una piedra a observar el suelo y el horizonte invierto, precioso de azul profundo pincelado de nubes rojas. Al regresar la mirada al suelo, decubrí las huellas de mis botas y sentí un gran alivio. Observé más detenidamente y comencé a seguirlas, hasta dar con el camino de postes y alabrados, que conducen a Watley, el pueblo que quedaba a tres horas de camino…
Luna FLores, Portland Or. 2017
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