

Cuando me invitaron a ser parte de la Fiesta de los Pescadores, el 29 de junio, no lo dudé y me uní a ser parte de ellos. Quería estar en una embarcación, navegar, aunque fuera un poco, y sentir la brisa marina en mi rostro, no importando si se me congelaba el cuerpo o si sentía mareos y angustia por no pisar tierra.
Yo no era el Santiago de Ernest, y a quien se le describe con una piel salinizada, arrugada pero con mucha sabiduría marítima. Mi caso es diferente. Sólo soy una persona muy curiosa y comprometida con el periodismo tradicional y verdadero hasta la muerte.
La invitación a embarcarme ese 29 de junio nació de doña Rosa Labraña, una mujer a quien el mar le ha dado y quitado. No quiero hablar mucho de su historia, pero sólo decir que en el Cementerio Simbólico de la localidad de Tumbes, Región del Biobío, Chile, me la encontré orando por su hijo y sus dos hermanos desaparecidos, aún con la esperanza de que un día cualquiera retornen de las aguas revueltas.
Cuando estaba todo listo, me subí a una panga (es como un pequeño bote con motor). Me fui de pie con un equilibrio circense que me sigue impresionando hasta hoy. No me caí, aunque tuve el temor de que sucedería en algún momento, sobre todo cuando el pequeño bote, llamado “Centurión”, comenzó su partida. Después de unos minutos estábamos en la embarcación más grande.
La idea de esta festividad es salir con las embarcaciones pesqueras en un recorrido que pasa por el Cementerio Simbólico de Tumbes, donde están los descansos de los pescadores desaparecidos. Allí, las embarcaciones de frente al Cementerio Simbólico lanzan coronas fúnebres al mar y también bengalas en su recuerdo. Además, hacen sonar unas bocinas que a ratos te dejan sordo, pero como guarda un sentido, entonces el oído lo soporta.
Estuve navegando por cerca de 3 horas. La embarcación en la que yo iba llevaba muchas banderas coloridas, al igual que todas las otras. La embarcación “Don Juan” llevaba una figura de San Pedro. A lo lejos lo pude ver. Iba sereno, rígido, como objeto inanimado que es.
El frío siempre presente. El hambre controlable con carne de cerdo y pan de marraqueta. La gente de mar es muy cariñosa y de una humildad única. Alguien me dijo por ahí que son humildes porque hay dos fuerzas inmensas que siempre están presentes en sus vidas: el cielo y el mar. Como conocen esa inmensidad y se enfrentan a ella, a diario, se saben frágiles y de ahí su humildad.
Luego del recorrido, y cuando todas las embarcaciones siguieron al patrono de los pescadores, San Pedro, nos alistamos a dejar la embarcación. La fiesta continuaría, pero ya en tierra. La experiencia, repleta de frío y mucha sacralidad, sirve para conocer más de cerca el mundo de los pescadores. Se trata de un mundo, y espero mantener esta opinión, de mucho sacrificio, y que pese a que el mar puede dar vastas riquezas, también quita, desgasta e incluso mata. Es ese frío que congela, el despertar de noche para trabajar, el sacrificio eterno y la humildad lo que presente está en todas las travesías marítimas de estos fieles de San Pedro.